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El niño inmigrante, Wilder Maldonado Cabrera (al centro), entra junto con otras personas al edificio del tribunal de inmigración en San Antonio para presentarse a su audiencia. (Edward Ornelas para proPublica)

Un encausado se presenta solo al tribunal de inmigración. Tiene 6 años de edad.

Wilder Hilario Maldonado Cabrera fue el compareciente más joven de la lista de casos juveniles de ese día; también era uno de los últimos menores que aún seguía bajo custodia del gobierno en virtud de haber sido afectado por la política de cero tolerancia.

Fue poco antes al Día de Acción de Gracias en uno de los tribunales de inmigración de San Antonio, cuando el tercer compareciente ante el Juez Aníbal Martínez entró a la sala sin abogado, con un gorro gris de invierno bordado con un enorme par de ojos azules a cada lado de un gran mechón de peluche rojo.

Cuando la alguacil le preguntó su nombre contestó orgullosamente: Wilder Hilario Maldonado Cabrera.

“¿Qué edad tiene Wilder?” preguntó el juez de inmigración.

Una de las abogadas presentes en la sala con otros clientes pasó al frente para hablar por el chico en forma voluntaria. Lo volteó a ver para preguntarle su edad en español.

“Seis años,” dijo, con las piernas colgándole en la silla de la mesa de comparecientes.

Wilder, un regordete y sonriente niño salvadoreño, chimuelo de dos dientes, era el compareciente más chico de la lista de casos juveniles de ese día. Pero eso no era todo lo que lo hacía especial. También era uno de los últimos niños que seguían bajo custodia gubernamental por haberse visto afectados por la muy criticada política de cero tolerancia de la administración; muchos de ellos todavía esperando volverse a reunir con sus padres detenidos en Estados Unidos.

La política, anunciada con gran fanfarria en abril para escabullirse un par de meses después ante a la oposición de ambos partidos, dictó que las autoridades migratorias presentaran cargos penales en contra de cualquier persona que fuera detenida por cruzar la frontera ilegalmente, además de separar a cualquier menor acompañante.

Más de 2,600 niños y niñas inmigrantes, incluidos unos cien de ellos menores de cinco años, fueron separados de sus padres antes de que una juez federal ordenara que la administración cesara la política y reuniera nuevamente a las familias afectadas. La mayoría ya regresó con sus padres u otros familiares. Unos 120 menores siguen bajo custodia de las autoridades federales debido a que sus padres ya habían sido deportados y unos treinta casos tienen que ver con niños cuyos padres cuentan con antecedentes penales. Mientras que las autoridades migratorias, y los que abogan por los inmigrantes, se tropezaban para volver a juntar a esas familias, los tribunales como el del juez Martínez a menudo parecían más bien juzgados de lo familiar.

El miércoles que se presentó Wilder, la sala del juzgado estaba repleta de menores, casi todos adolescentes quienes habían entrado a Estados Unidos por su cuenta y no fueron separados de sus familiares en la frontera. Los chicos se sentaron en las bancas del fondo vestidos de pantalones bien planchados y camisas de botones, mientras que tres jóvenes bastante embarazadas se encontraban al frente, una de ellas quejándose de dolores.

“¿Escuché que tenemos a una menor con problemas de salud?” dijo el Juez Martínez desde el estrado. “No hay problema si se siente incómoda o si necesita salir en cualquier momento”.

Uno de los primeros en pasar ante el juez fue una niña guatemalteca de once años, con vestido floreado y cabello atado en una cola de caballo.

Se sentó en la silla de cuero negro y casi ni habló mientras que su abogada Mónica Cueva Kretzschmar explicaba que la menor admitía haber cruzado la frontera ilegalmente y que deseaba que se le enviara de regreso a Guatemala con sus padres (su caso no fue de los de separación de familias). El juez preguntó si la niña había tomado la decisión voluntariamente. La abogada dijo que sí. Preguntó también si su regreso posaba riesgos o peligros. La abogado contestó que no.

El juez luego se dirigió a la chica: “Entiendo que quieres regresar con tus padres quienes estám en Guatemala”. Ella asentó con la cabeza. “Acabo de otorgar esa petición. Te deseo todo lo mejor”.

La niña se levantó de su asiento sonriente, dándoles el visto bueno con los pulgares a los abogados en las bancas.

El siguiente turno fue de Wilder.

El juez preguntó acerca de su padre. ¿Seguía detenido?

El fiscal dijo no saberlo.

En realidad, su padre seguía detenido en un reclusorio federal de inmigración a menos de una hora de distancia del juzgado. Padre e hijo habían sido separados el 6 de junio cuando cruzaron la frontera ilegalmente y pidieron asilo. Wilder fue colocado en un hogar de tutela provisional, mientras que su padre, Hilario Maldonado, fue enviado a un centro de detención. Desde ese entonces, sólo habían podido hablar por teléfono en forma esporádica.

Poco después de que Maldonado entrara al país, las autoridades determinaron que no calificaba para pedir asilo, pero se negaron reunirlo nuevamente con su hijo hasta que la decisión fuera apelada, ya que Maldonado había vivido en los Estados Unidos hacía más de una década y tenía una orden de arresto por manejar en estado de ebriedad en Florida. En un contexto no migratorio, ese cargo casi nunca ocasionaría que se perdiera la patria potestad, pero algunos abogados de inmigración comentan que han visto que las autoridades migratorias utilizan los antecedentes penales menores y no violentos para justificar que los padres inmigrantes sean separados de sus hijos en la frontera. Los funcionarios gubernamentales dicen que aun cuando un tribunal federal dictara el cese de las separación de menores bajo las pautas de cero tolerancia, la excepción eran los casos en los que los padres presentaban un peligro para la seguridad de los menores.

Entretanto, María Élida Cabrera, madre de Wilder, seguía en El Salvador intentando por primera vez mantener a sus otros hijos por sí sola. Ella comentó que el Sr. Maldonado era quien sostenía principalmente a la familia, y que, desde que fuera detenido, ella y sus hijos sobrevivían con ayuda de grupos estadounidenses de abogacía y ayuda para inmigrantes que se habían enterado del caso de su hijo Wilder.

Ninguno de ellos sabía si volverían a estar juntos, ni cuándo. Y menos el pequeño Wilder. Criado en una aldea chica en la frontera norte del El Salvador, era obvio que no supo qué hacer ante el detector de metal y mucho menos darse cuenta del significado de estar en un tribunal.

Antes de entrar a la sala, la alguacil tuvo que darle un empujoncito para que pasara por el detector, ya que el chico se congeló temeroso al ver las luces parpadeantes a su lado. “No te pongas nervioso,” le dijo ella.

La abogada ayudó a Wilder a ponerse los audífonos para que pudiera escuchar a la intérprete del tribunal, como si el lenguaje fuera lo único que le impedía entender el torbellino de los procedimientos.

Luego le pidió al juez que hiciera a un lado cualquier decisión que pudiera tomar sobre el caso de asilo del menor hasta que el abogado de Wilder pudiera presentarse con él. El juez accedió.

“Wilder, que te vaya bien”, dijo al tiempo que enviaba al chico a la incertidumbre. “Te veremos pronto”.

Wilder se despidió del juez sacudiendo la mano y pretendiendo lanzar telarañas desde sus muñecas, ya que es gran fanático del Hombre Araña. Cuando salía de la sala, también le dijo adiós con la mano a la alguacil amistosa, añadiendo: “Bye policía”.

Traducción de Mati Vargas-Gibson.

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