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La niñez robada de obreros adolescentes

Inmigrantes menores de edad que hacen turnos nocturnos en fábricas suburbanas sueñan con una vida mejor para hijos que todavía no tienen. El padre de la autora hizo lo mismo.

Una ilustración en blanco y negro de tres escenas de fábrica. Cada escena muestra un par de manos trabajando. Izquierda: restregando metal; medio: cargando una bandeja de dulces; derecha: empacando carne.
Gaby Hurtado-Ramos para ProPublica

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No pensé que esta historia llegaría a ser tan personal.

Pero mientras entrevistaba jóvenes inmigrantes guatemaltecos que trabajan en turnos de noche en fábricas de las afueras de Chicago, empecé a ver al niño que imagino que mi padre fue una vez. Estoico. Exhausto.

Vean ustedes, si no fuera por el trabajo infantil, no sé si yo estaría aquí.

Mi padre creció en el México rural de los años 50. Era una vida de pobreza y hambre. Asistió a la escuela quizás un año, aprendiendo a leer y escribir y alguna matemática básica. Como era el varón mayor de nueve hermanos, sus padres esperaban de él que trabajara. Primero en la granja familiar. Después, cuando tenía como 15 años, se fue solo a la Ciudad de México para trabajar en una enorme planta de reciclaje, me dijo cuándo le llamé recientemente para entrevistarle. El edificio estaba dividido en tres secciones: una para papel, una para vidrio, y una para huesos de animales. Aparentemente, los huesos eran pulverizados para hacer comida de perros.

Cada día iba a un basurero donde compraba pilas de papel y huesos a chatarreros (“pepenadores” en México) y con una pala amontonaba los residuos en un camión. Me habló de las familias que vio en el vertedero que criaban a sus hijos y pollos en medio de la basura. “Era algo sucio. Tu no quieres saber de eso,” me dijo, su forma de protegerme todavía, aunque soy una madre de 36 años.

Cada noche, cuando terminaba, su cuerpo estaba embadurnado con el polvo de los huesos aplastados y apestaba del olor del vertedero. Se duchaba con una manguera en el exterior de la pensión donde alquilaba un cuarto.

Después de varios meses, mi padre volvió a su rancho luciendo unos flamantes vaqueros azules que había comprado con sus ganancias. Le dio el resto del dinero a su madre. Hizo un par de trabajos más de este tipo antes de emigrar a los Estados Unidos cuando tenía 17 años con dos primos y un hombre de un pueblo cercano.

Este verano y otoño, mientras escuchaba a adolescentes guatemaltecos describir sus historias de inmigración y su sentido del deber de mantener a las familias que quedaron en casa, me di cuenta que tenían cerca de la misma edad de mi padre cuando se fue de casa la primera vez.

Pasé mucho tiempo con estos adolescentes, sobre todo al teléfono en largas llamadas entre escuela y trabajo, o en la línea de banda de la cancha de juego durante sus partidos de fútbol, persiguiendo una idea que había tenido en marzo, en los primeros días de la pandemia del coronavirus. Durante casi un año, había escuchado que más inmigrantes guatemaltecos estaban apareciendo en las naves de las fábricas y que entre ellos había menores que trabajaban el turno de noche mientras estudiaban en escuelas secundarias de la zona durante el día. Les dije a mis editores que quizás había una historia para contar de estos menores inmigrantes que ahora eran “trabajadores esenciales.”

No estaba segura de que tipo de historia iba a ser o si de hecho esto estaba sucediendo, ni si podría conseguir que la gente me hablara. Pero mi instinto, y lo que sabía de las experiencias de mi padre, me decían que era verdad.

Una foto reciente del padre de la autora cerca de su pueblo natal en una zona rural de Guanajuato, México. (Cortesía de Melissa Sanchez)

Les conté a los jóvenes la historia de mi padre y de cómo me ayudaba a entender, de una pequeña forma, algo de sus propias vidas. Les dije que creía que sus historias tenían valor. Y les dije que los millones de estadounidenses que parecieron poner tanta atención al drama de los niños centroamericanos en la frontera hace solo unos años deberían de saber cuán difíciles y complicadas eran sus vidas hoy.

Finalmente, gané la confianza de más de una docena de los adolescentes y jóvenes que conocí en Bensenville, donde vivían. Pero tener aquella confianza daba miedo. No quería causarles daño, y era una historia complicada de contar.

Estos jóvenes trabajan en condiciones que pocos estadounidenses pueden imaginar para sus propios hijos: cortando y empacando carne, fregando trozos afilados de metal, regando maquinaria pesada con mangueras de alta presión. A veces se lesionan y son vulnerables a la explotación. Las empresas que les contratan, normalmente agencias temporales de empleo, cometen infracciones de leyes de trabajo infantil. Las agencias gubernamentales a cargo de hacer cumplir las leyes laborales no investigan porque nadie se está quejando. Y debido a que trabajan hasta tan tarde, los menores a menudo están demasiado cansados para aprender mucho en el colegio.

Pero ellos no se ven como víctimas. No están pidiendo ser rescatados.

Me hablaron bajo la condición de que no les identificara a ellos ni a las empresas donde trabajan; temen que ellos mismos o algunos de sus jóvenes compañeros puedan perder sus empleos y la capacidad para mantenerse, o llegar a enfrentar sanciones penales. (Estamos usando solo nombres parciales para identificar a los adolescentes.)

“Si [usted nombra la compañía] luego luego les van a despedir a los menores que están allí,” me dijo un adolescente. “No soy el único menor que estaba allí.”

Otro se preocupaba por las compañías donde ha trabajado. “Es como si estuvieras echando la culpa a ellos. Diciendo que esta fábrica puso a trabajar adolescentes,” dijo. “Me pongo a pensar, ellos son buenos porque nos dejan trabajar.”

De raíz, sus experiencias y las de jóvenes como ellos surgen de complejos problemas sistémicos y generacionales, empezando con la pobreza inextricable y la violencia en sus países de origen con historias sangrientas que han sido complicadas con intervenciones estadounidenses. Y también está el sistema de inmigración estadounidense fundamentalmente viciado que hace difícil que la gente venga aquí aunque las empresas estadounidenses están deseando darles empleos.

Y en gran parte del mundo en desarrollo, la infancia es un lujo. Pregunté a un niño esquelético de 15 años que trabaja en una empacadora de dulces cómo ve su futuro. Me habló, en una voz todavía quebrada por la pubertad, de sus futuros hijos, “No quiero que sufran esto que yo ya sufrí.” Esa frase se quedó conmigo: un niño diciendo que sueña que los hijos que todavía no existen tengan una mejor vida que la de él.

Pero lo entiendo. Si sus hijos nacen aquí, como yo, tendrán más oportunidades de las que él tuvo en Guatemala. Mi padre probablemente habría dicho lo mismo hace 50 y pico de años.

Espero que lean esta historia. Por favor compartan y díganme lo que piensan. También, si eres un joven inmigrante con este tipo de antecedentes y experiencia laboral, o un educador o cualquier otra persona que trata con estudiantes como estos, me encantaría hablar con usted. Escríbanme un email a [email protected].

Traducción por Carmen Mendez.

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